La pesca ha sido una de las actividades económicas
características de Valparaíso a lo largo de su existencia –basta darse una
vuelta por la caleta Portales para darse cuenta–, pero en sus primeros tiempos
era la principal. Cuando Juan de Saavedra arribó a la bahía, lo primero que
encontró fue una pequeña aldea de pescadores indígenas; el dominio español, por
su parte, hizo poco por modificar esto. Aunque el puerto –el Puerto, si se les
pregunta a los porteños– siempre fue visto como la vía natural de comunicación
de Santiago con el resto del mundo, las limitaciones establecidas por la Corona
al comercio entre sus reinos hispanoamericanos dificultaron el desarrollo de un
intercambio de importancia, más allá de un limitado trueque de bienes primarios
(trigo, sebo y charqui) por productos elaborados de Lima, Quito y Europa. Solo
la amenaza de los corsarios obligó a las autoridades a poner mayor atención a
esta pobre villa, y, tras los desmanes producidos por el pirata Bartholomew
Sharp, se empezaron a construir (“mejor dicho a improvisar”, apostrofa don
Francisco Le Dantec) fortificaciones que garantizasen la continuidad de la
presencia española.
Incluso con el avance del comercio en Valparaíso, que llevaría,
más tarde, al establecimiento de casas financieras de importancia mundial hacia
finales del siglo XIX, la pesca permaneció un elemento fundamental de la vida
porteña. En estos días, al mirar la bahía, las lanchas que pasean turistas y
los remolcadores son manifiestamente más numerosos que los botes pesqueros, pero
en la fiesta de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, celebrada por la Iglesia
todos los 29 de junio, la cantidad cede lugar a la tradición. En
homenaje a su santo patrono, el Cefas que Nuestro Señor llamó a ser pescador de
hombres, la gente de mar de Valparaíso realiza una colorida procesión marítima,
en que la imagen del santo se monta sobre una lancha y es acompañada solemnemente
por numerosas embarcaciones. Muchas de estas, a su vez, llevan vistosos y
policromos mascarones de proa; un artículo en el diario La Estrella del
miércoles pasado recogía el esfuerzo de los organizadores de la celebración por
obtener reconocimiento cultural para dichas obras de arte.
Esta festividad, por supuesto, no es exclusiva de Pancho,
pues, con variantes locales, numerosas caletas realizan actividades semejantes;
sin embargo, el contraste provisto por el mecanizado puerto de estándares ISO
como telón de fondo de la flotilla de frágiles barcas da especial realce al tono
casi atemporal que la celebración tiene aquí. Por una tarde, cuatrocientos años
desaparecen como la niebla matinal y el puerto vuelve a ser una pequeña caleta
de pescadores, que recibe la ocasional visita de una nave proveniente del
Callao con las noticias del resto del mundo, en lugar de la ciudad globalizada
de los millones de toneladas de carga y las decenas de miles de pasajeros de
cruceros por año, que llora la derrota de nuestra selección en el mismo
instante en que el disparo de Gonzalo Jara da contra el poste en Belo
Horizonte.
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